Por San Antonio Maria Claret
La sensación del los tormentos del infierno es esencialmente terrible. Figúrate, alma mía, en una noche obscura sobre la cima de una montaña alta. Debajo hay un valle profundo, y la tierra se abre de manera que con tu mirada puedes ver el infierno en su cavidad. Figúratelo como una prisión situada en el centro de la tierra, muchas leguas abajo, toda llena de fuego, encerrado en un recinto de forma tan impenetrable que por toda la eternidad ni siquiera el humo puede escapar. En esta prisión los condenados están tan cerca el uno del otro como ladrillos en un horno... Considera la calidad del fuego en que se queman. Primero, el fuego se extiende por todas partes y tortura la totalidad del cuerpo y del alma. Una persona condenada yace en el infierno para siempre, en el mismo punto en que fue asignado por la justicia divina, sin ser capaz de moverse, como un prisionero en un cepo. El fuego que lo envuelve totalmente, como un pez en el agua, lo quema en derredor, a su izquierda, a su derecha, arriba y abajo. Su cabeza, su pecho, sus hombros, sus brazos, sus manos y sus pies, están totalmente penetrados con fuego, de manera que él todo se asemeja a una pieza de hierro candente y resplandeciente, que acaba de ser retirado del horno. El techo del recinto en que moran las personas condenadas es de fuego; la comida que come es fuego; la bebida que toma es fuego; el aire que respira es fuego; todo cuanto ve y toca es fuego.... Pero este fuego no está meramente fuera de él; además traspasa a la persona condenada. Penetra su cerebro, sus dientes, su lengua, su garganta, su hígado, sus pulmones, sus intestinos, su vientre, su corazón, sus venas, sus nervios, sus huesos, aún hasta el tuétano, y aún su sangre. «En el infierno», de acuerdo a San Gregorio Magno, «habrá un fuego que no puede apagarse, un gusano que no muere, un hedor insoportable, una oscuridad que puede sentirse, castigo por azotes de manos salvajes, con todos los presentes desesperados de cualesquier cosa buena.» Uno de los hechos más terribles es que por el poder divino, este fuego va tan lejos como para actuar sobre las facultades del alma, quemándolas y atormentándolas. Supongamos que yo fuera a encontrarme colocado en el horno de un herrero, de manera que todo mi cuerpo estuviese al aire libre, excepto por un brazo puesto en el fuego, y que Dios fuera a preservar mi vida por mil años en esta posición. ¿No sería esto una tortura inaguantable? ¿Cómo sería entonces el estar completamente penetrado y rodeado de fuego, el cual afecta no sólo un brazo, sino inclusive todas las facultades del alma?
Este fuego es mucho más espantoso de lo que el hombre puede imaginar
En segundo lugar, este fuego es mucho más espantoso de lo que el hombre puede imaginar. El fuego natural que vemos durante esta vida tiene un gran poder para quemar y atormentar. Sin embargo, éste no es ni siquiera una sombra del fuego del infierno. Existen dos razones por las cuales el fuego del infierno es mucho más terrible, más allá de toda comparación, que el fuego de esta vida. La primera razón lo es la justicia de Dios, de la cual el fuego del infierno es un instrumento dirigido a castigar el mal infinito efectuado contra su suprema majestad, que ha sido despreciada por una criatura. Por lo tanto, la justicia suple este elemento con un poder tan ardiente que casi alcanza lo infinito.... La segunda razón lo es la malicia del pecado. Como Dios sabe que el fuego de este mundo no es suficiente para castigar el pecado como éste se merece, Él le ha dado al fuego del infierno un poder tan grande que nunca podrá ser comprendido por la inteligencia humana. Ahora bien, ¿cuán poderosamente quema este fuego? El fuego quema tan poderosamente, ¡oh alma mía!, que de acuerdo con los grandes maestros de la ascética, si una mera chispa cayera en una piedra de molino, la reduciría en un momento al polvo. Si cayera en una bola de bronce, la derretiría instantáneamente como si se tratara de cera. Si cayera sobre un lago congelado, lo haría hervir al instante. Hagamos una pausa breve, alma mía, para que contestes algunas preguntas que te haré. Primero, te pregunto: Si un horno especial fuera encendido, como usualmente se hacia para atormentar a los mártires, y entonces algunos hombres colocaran frente a ti todo tipo de bienes que el corazón humano pueda desear, y añadieran la oferta de un reino próspero si todo esto te fuera prometido a cambio de que sólo por media hora te introdujeras en el horno ardiente, ¿qué escogerías hacer? ¡Ni por cien reinos!
«¡Ah!» dirías, «Si me ofrecieras cien reinos nunca sería tan tonto como para aceptar unos términos tan brutales, no importa cuántas cosas grandes me ofrecieran, aún si estuviera seguro de que Dios va a preservar mi vida durante esos momentos de sufrimiento.» El segundo lugar, te pregunto: Si ya estuvieran en posesión de un gran reino y estuvieras nadando en un mar de riqueza, de manera que no carecieras de nada, y fueras atacado por un enemigo, hecho prisionero y encadenado, si fueras obligado a escoger entre perder tu reino o pasar media hora dentro de un horno ardiente, ¿qué escogerías? «¡Ah!», dirías, «¡prefiero pasar toda mi vida en la pobreza extrema y someterme a cualesquier otra injuria y desventura, que sufrir tan grande tormento!»
Una prisión de fuego eterno
Ahora, dirige tus pensamientos de lo temporal a lo eterno. Para evadir el tormento de un horno ardiendo, que duraría sólo media hora, tu sacrificarías cualesquier propiedad, aún las cosas que más te satisfacen, y estarías dispuesto a sufrir cualesquier otra pérdida temporal, no importa cuán pesada pudiera ser. Entonces, ¿por qué no piensas de igual modo cuando tratas los tormentos eternos? Dios no te amenaza con media hora de suplicio dentro de un horno ardiendo, sino con una prisión de fuego eterno. Para escapar de ella, ¿no deberías renunciar a todo lo que está prohibido por Él, no importa cuán placentero pueda ser, y abrazar alegremente todo cuanto Él ordena, aún si fuera extremadamente desagradable? Lo más espantoso del infierno es su duración. La persona condenada pierde a Dios y lo pierde para toda la eternidad. Ahora bien, ¿qué es la eternidad? ¡Oh alma mía, hasta ahora ningún ángel ha podido comprender lo que es la eternidad! ¿Como entonces podrás tú comprenderla? Aún así, para formarnos alguna idea de ésta, consideremos las siguientes verdades: La eternidad nunca termina. Esta es la verdad que ha hecho temblar aún a los más grandes santos. El juicio final vendrá, el mundo será destruido, la tierra se tragará a todos los condenados, y éstos serán arrojados al infierno. Entonces, con su mano todopoderosa, Dios los encerrará para siempre en tan desdichada prisión. Desde entonces, tantos años pasarán como hay hojas en los árboles y las plantas de toda la tierra, tantos miles de años, como hay gotas de agua en todos los mares y ríos de la tierra, tantos años como hay átomos en el aire, como hay granos de arena en todas las costas de todos los mares. Luego, después de que todos estos incontables años pasen, ¿qué será la eternidad? Todavía no será siquiera una centésima parte de ella, o una milésima -- nada. Entonces comenzará nuevamente y durará tanto como antes, nuevamente, aún después de que se haya repetido esto miles de veces, y mil millones de veces, nuevamente. Y luego después de un período de tiempo tan largo, ni siquiera habrá pasado la mitad, ni siquiera una centésima parte o una milésima parte, ni siquiera una parte de la eternidad. En todo este tiempo no habrá interrupción en la quema de los condenados, comenzando todo nuevamente. ¡Oh qué misterio profundo! ¡Un terror sobre todos los terrores! ¡Oh eternidad! ¿Quién puede comprenderte?
Las lágrimas de Caín
Supongamos que, en el caso del desdichado Caín, llorando en el infierno sólo derramara cada mil años una lágrima. Ahora, alma mía, recoge tus pensamientos y considera este caso: Por seis mil años, por lo menos, Caín ha estado en el infierno y ha derramado sólo seis lágrimas, que Dios milagrosamente ha preservado. ¿Cuántos años pasarían para que sus lágrimas cubriesen todos los valles de la tierra y que inundaran todas las ciudades, pueblos y villas y todas las montañas como para poder inundar toda la tierra? Entendemos que la distancia de la tierra al sol es de treinta y cuatro millones de leguas. ¿Cuántos años harían falta para que las lágrimas de Caín llenaran ese espacio inmenso? De la tierra al firmamento suponemos que hay una distancia de ciento sesenta millones de leguas.
¡Oh Dios! ¿Qué cantidad de años tendríamos que imaginar serían suficientes para llenar con lágrimas este inmenso espacio? Y aún así -- ¡Oh verdad incomprensible! -estad seguros de ello pues Dios no puede mentir- llegaría el tiempo en que las lágrimas de Caín serían suficientes para inundar el mundo, para alcanzar aún el sol, para tocar el firmamento, y llenar todo el espacio entre la tierra y el más alto cielo. Pero eso no es todo. Si Dios secara todas estas lágrimas hasta la última gota, y Caín comenzara otra vez a llorar, él volvería otra vez a llenar la totalidad del espacio y las inundaría mil veces y un millón de veces en sucesión, y luego de todos esos años incontables, ni siquiera habría pasado la mitad de la eternidad, ni siquiera una fracción. Después de todo ese tiempo quemándose en el infierno, los sufrimientos de Caín estarían tan sólo comenzando. La eternidad, en este caso, no tiene alivio. Sería de hecho, una pequeña consolación de muy poco beneficio para las personas condenadas si fueran capaces de recibir un breve respiro cada mil años.
No hay alivio
Imaginemos un lugar del infierno donde hay tres malvados. El primero está sumergido en un lago de fuego sulfúrico; el segundo está encadenado a una gran roca y está siendo atormentado por dos demonios, uno de los cuales constantemente le arroja plomo derretido por su garganta, mientras el otro se lo derrama encima de todo su cuerpo, cubriéndole desde la cabeza a los pies. El tercer réprobo está siendo torturado por dos serpientes, una de las cuales le envuelve su cuerpo y lo muerde cruelmente, mientras la otra entra a su cuerpo y le ataca el corazón. Supongamos que Dios se apiada de él y le concede un corto respiro. El primer hombre, luego de haber pasado mil años, se le remueve del lago y recibe el alivio de tomar agua fría, y luego de pasar una hora es arrojado nuevamente al lago. El segundo, luego de mil años de tormento, es removido de su lugar y se le permite descansar; pero luego de una hora se le arroja nuevamente al mismo tormento. El tercero, luego de mil años se ve librado de las serpientes; pero al cabo de una hora de alivio, nuevamente es abusado y atormentado por ellas. ¡Ah, cuán limitada sería esta consolación -- sufrir por mil años para descansar sólo por una hora! Ahora bien, el infierno ni siquiera tiene este alivio. Uno se quema siempre en esas llamas espantosas y nunca recibe ningún alivio en toda la eternidad. El condenado es mordido y herido con remordimiento, y nunca tendrá un descanso en toda la eternidad. Siempre sufrirá una sed muy ardiente y nunca recibirá el refresco de un poco de agua en toda la eternidad. Siempre se verá a sí mismo aborrecido de Dios y nunca podrá recibir la alegría de una simple mirada de ternura de Dios por toda la eternidad. El condenado se encontrará siempre maldito por el cielo y el infierno, y nunca recibirá un simple gesto de amistad. Es una de las desgracias esenciales del infierno que todo tormento será sin alivio, sin remedio, sin interrupción, sin final, eterno.
La bondad de su misericordia
Ahora ya comprendo en parte, ¡oh mi Dios!, lo que es el infierno. Es un lugar de tormentos extremos, de desesperanza extrema. Es donde merezco estar por causa de mis pecados, donde ya estaría confinado por varios años si tu inmensa misericordia no me hubiese librado. Repetiré mil veces: El Corazón de Jesús me ha amado, o de lo contrario ¡ahora estaría en el infierno! La misericordia de Jesús ha tenido compasión de mí, porque de lo contrario ¡ahora estaría en el infierno! La Sangre de Jesús me ha reconciliado con el Padre Celestial, o mi morada sería el infierno. Este es el himno que quisiera cantarte a Ti, mi Dios, por toda la eternidad. Sí, de ahora en adelante, mi intención es repetir estas palabras tantas veces como momentos pasen desde esa infortunada hora en que te ofendí por primera vez. ¿Cuál ha sido mi gratitud para Dios por la bondadosa misericordia que me ha mostrado? Él me libró del infierno. ¡Oh, inmensa caridad! ¡Oh, infinita bondad! Después de un beneficio tan grande, ¿no debería darle a Él todo mi corazón y amarlo con el amor del más ardiente serafín? ¿No debería dirigir todas mis acciones hacia Él, y en cada cosa buscar solamente complacer la voluntad divina, aceptando todas las contradicciones con alegría, de manera que pueda devolverle mi amor? ¿Podría hacer algo menos que eso después de una bondad tan grande? ¡Oh, ingratitud, merecedora de otro infierno! ¡Te eché a un lado, Dios mío! Reaccioné a tu misericordia cometiendo nuevos pecados y ofensas. Sé que he hecho mal, ¡oh, Dios mío!, y me arrepiento con todo mi corazón. ¡Ah, si pudiera derramar un mar de lágrimas por tan ofensiva ingratitud! Oh Jesús, ten misericordia de mí, pues ahora resuelvo mejor sufrir mil muertes que ofenderte nuevamente.
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domingo, 4 de abril de 2010
Las penas del Infierno
Etiquetas:
arrepentimiento,
Infierno,
San Antonio Maria Claret
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El celo por la salvación de las almas estimulo a San Antonio María Claret a predicar un estimado de 25.000 sermones, escribir 144 libros, fundar tres órdenes religiosas, predicar innumerables misiones , y en seis años como obispo, confirmar 300.000 y validar más de 9.000 matrimonios. Comenzando como misionero en España y las Islas Canarias, fue nombrado después Arzobispo de Santiago de Cuba, y, posteriormente, confesor de la Reina de España. Pero en todo lo que hizo, trabajó sin descanso, de manera tan incansable y fructífera para la causa de Cristo y su Iglesia que se le llama simplemente un "apóstol moderno".
ResponderEliminarMilagros rodeaban su trabajo, y poseía los dones de la profecía y lectura de los corazones. Muchas veces vio a Nuestro Señor y Nuestra Señora (de quienes tenia una especial devocionl), recibiendo de ellos la enseñanza, el estímulo, y las profecías. Impulsado por la motivación abrumadora de salvar almas inmortales de la condenación eterna, San Antonio María Claret dirigió todas sus energías a este fin, encontrando cualquier otra meta sin valor en comparación con esta.